- ¿Qué te pongo cielo? — me pregunta Rosi.
- Un cortado con doble de café, ¿puede ser?
- Claro — Rosi no para de mirarme — ¿todo bien?
Nos miramos a los ojos y siento que trata de psicoanalizarme, cree conocerme porque voy allí a menudo. Me hace gracia esa capacidad de crear cercanía que tienen los camareros, parecida a los curas con sus feligreses que rápidamente asumen que son sus hijos y, a veces, pecan de sobreprotección. Le sonrío, sí sí, todo bien. Cojo el Diario de Navarra y me siento al lado de la ventana, la tira cómica de Oroz siempre me saca una sonrisa.
- Un cortado con doble de café para la señorita.
- Gracias.
Me tomo el café con calma, está muy caliente y eso me gusta, me reconforta. Pequeños grupos de niños con batas de colores bajan con prisa la avenida. Me he levantado pronto porque esta primera semana quiero llegar antes al trabajo y porque, sinceramente, no consigo dormir nada bien últimamente. Miro el móvil que más que una conexión con el mundo parece un ladrillo que sujeta el periódico, hace días que está así, inerte, sin vida, desconectado. No espero nada del otro mundo, no quiero que alguien de Venus se ponga en contacto conmigo, solo una notificación, aunque sea una. Que Instagram me avise si ha contestado, aunque sea un jaja o un vale, un bien o incluso un triste, mísero, escueto y adulto ok me serviría. No pido más, solo un halo de vida, una respuesta.
Cojo el móvil y entro. Como cada hora, compruebo si las notificaciones están funcionando o puede que tenga ahí la respuesta y la app no haya querido decirme nada. El congreso de los diputados en agosto tiene más vida que mi móvil. Recorro mi feed, en donde al parecer o todo el mundo tiene un barco o mucho dinero como para tirarse semanas recorriendo el mundo. Vuelvo a mi perfil y una mujer morena y larguirucha me devuelve esa sonrisa que hace días no imito. Recorro las últimas fotos y abro una que acumula unos cincuenta likes, un mundo para mí, nada para el mundo. Entre ellos se encuentra su primer like. Me gusta mucho esa foto, salgo muy morena y espigada, me veo muy guapa. Trato de ampliar la foto con dos dedos, acerco esa versión algo más gordita de mi, con ese pelo largo, algo más clareado por el sol, el bañador blanco de cuerpo entero que hace match con mi sonrisa, mi sombrero de paja para proteger la cara del sol, las Ray-Ban que le quité a Marcos al principio del verano y la gran bolsa de paja de la abuela que uso para ir a la playa. Me gusta esa versión relajada de mí. Bloqueo el móvil y lo tiro sobre el periódico.
Levanto la vista y me veo reflejada en el gran espejo de la cafetería. De adolescentes empezamos a venir porque Rosi nos dejaba sacarnos infinidad de selfies sin decirnos nada. Qué paciencia tiene esa mujer. No como yo, que me miro con desesperación en el espejo. El moreno se me ha empezado a ir, ahora solo soy una versión más Simpson de mi misma. Me veo unas pequeñas ojeras, o igual no tan pequeñas si las veo desde lejos, y me doy cuenta que mi camiseta favorita no pega nada con esta americana oversice que de tan over no me queda bien. Hoy me ha vestido el enemigo. Mi yo más peligroso, aquel que, igual que el otro yo, ansía quedar con Jesús en persona porque las conversaciones por Instagram están bien pero no hay nada que pueda compararse con lo físico. Aquel que no es capaz de relativizar y entender que igual el chaval no quiere nada y simplemente le caigo bien y ya. Yo tampoco quiero nada del otro mundo. Mi último mensaje sin respuesta: No olvides que sólo soy una chica delante de un chico pidiéndole una cita. Pienso que nada puede igualar ni mejorar eso.
El sol logra zafarse de una nube y atraviesa sin piedad la cafetería. Me reconforta en la cara, cierro los ojos y lo absorbo con toda mi alma. Cuando vuelvo en mí el Tetris de la cafetería ha cambiado. La recorro con la mirada y el cuenta pulsaciones de mi reloj se activa. Ahí está, lo veo, al fondo, es él, bañado por el sol, con un café en una mano y el móvil en la otra. El móvil no lo ha perdido, tacho la excusa mentalmente. Me arrimo más a la mesa con la intención de ayudar a mi vista y me quedo un rato largo mirándole. Tiene una pequeña maleta a su lado, zapatillas blancas que odio por muy a la moda que estén, vaqueros y una sudadera de la Universidad de Navarra. Sigue moreno y no tiene ojeras, ¿igual acaba de volver? Se ha cortado el pelo y está mucho más afeitado de lo que me gustaría. En mi lista mental decenas de checks van cayendo poco a poco.
Rosi le deja un pincho de tortilla y él parece darle las gracias con su sonrisa profident y pienso que eso me gusta, su sonrisa y el que trate bien a los camareros. Me siento la espectadora de una escena que quiero conquistar pero que por alguna razón no ataco. A su vuelta a la barra, la mirada de Rosi y la mía se cruzan y Rosi me sonríe. Él se da cuenta. Esa cuarta pared se rompe en el espejo y me doy cuenta que, ahora sí, ambos me están mirando. Aparto rápidamente la mirada y con la cabeza ligeramente gacha esbozo una sonrisa mientras un calor me recorre la cara. Cuando vuelvo la mirada Jesús sigue mirando su móvil. ¿A este tío qué le pasa? ¿Será muy tímido? ¿Es imbécil? Meto el ladrillo en el bolso, me lo cruzo y me levanto. Cruzo la cafetería hasta su mesa. Considero que esta batalla va a ser mía sí o sí.
- Hola.